Platón: La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen), o cómo salir de la caverna: el paso de la opinión al conocimiento y teoría de las ideas.

Uno de los aspectos más destacado de la filosofía de Platón es el que se ha venido llamando, a lo largo de la historia del pensamiento, con el término dualismo. Esto es así porque para Platón, el mundo se divide en lo sensible, al que pertenecen las cosas existentes y el mundo inteligible, al que pertenecen las ideas. Contra lo que pudiera parecer, el mundo verdaderamente real es el mundo de las ideas, el de la cosa en sí, mientras que el mundo sensible es el mundo de las cosas particulares que están en continuo cambio. Estas cosas del mundo sensible sólo son reales en la medida en que participan de las ideas, siendo éstas su causa o su modelo al cual imitan. Para llegar al verdadero conocimiento de la realidad es necesario iniciar un proceso de análisis que nos lleve del mundo de apariencia de lo real  que vemos en el mundo sensible, donde no hay conocimiento sino simple opinión (doxa) al mundo del conocimiento de las ideas (episteme) verdaderamente reales. Para ejemplificar esta “ascensión” en el conocimiento, Platón desarrolla alegóricamente el conocido “mito de la caverna”. El mito dice así:
            …Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en un plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en lo alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas […] Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
-¡Qué extraña escena describes-dijo- y qué extraños prisioneros!
-Iguales que nosotros-dije- porque, en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos? […] Entonces no hay duda-dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.[1]
Aunque con algunos cortes, me he permitido transcribir el comienzo del mito para que se pueda comprobar toda la fuerza de lo que Platón nos plantea. Conocer será, pues, liberarse de las cadenas que nos hacen considerar como realidad las “sombras de los objetos fabricados” y ascender desde la caverna al exterior. Una vez allí se comprobará la realidad en toda su luminosidad. Después, habrá que descender de nuevo a liberar a todo aquel que esté dispuesto a liberarse de sus cadenas.

Woody Allen, en “La rosa púrpura del Cairo” juega con todos estos elementos, entremezclando realidad y apariencia, con caverna a modo de sala de cine incluido. El argumento, en pocas líneas podría ser el siguiente: Una camarera tímida y frágil del New Jersey de la Gran Depresión, utiliza el cine como vía de escape de su vida gris, al lado de un marido que la golpea y que no le aporta nada. Después de quedar fascinada por la última película que estrenan en el cine de su barrio titulada “La rosa púrpura del Cairo” a la que acude en numerosas ocasiones, el protagonista, Tom Baxter, que ya se había fijado en ella, sale de la pantalla hacia el mundo real para conocerla. Ambos se enamoran, hasta que aparece el actor que interpreta a Tom en la vida real de la película, que también la seduce. Cuando personaje y actor desaparecen, Cecilia, vuelve a la oscuridad y a la soledad de la sala. La reflexión sobre realidad y ficción está servida.

Woody Allen, con el fino humor que le caracteriza, lleva a cabo todo un ejercicio de reinterpretación del mito platónico, contraponiendo realidad y ficción por un lado y difuminando estos términos por otro lado. Como los esclavos de la caverna de Platón, los personajes de la película creen vivir en la realidad y sólo cuando salen de la pantalla se percatan de que la realidad es otra muy distinta. Pero también, los espectadores del cine, acuden allí para evadirse de su propia realidad, incluida la propia Cecilia (¿no es una pura ficción la realidad que ella vive?) Como sostiene uno de los empresarios propietario de la película cuando se investiga lo ocurrido en aquel cine de New Jersey “la gente real desea una vida ficticia y los personajes de ficción una vida real”. Esta situación nos lleva a preguntarnos, con Platón, por la diferencia entre realidad y apariencia. ¿Es aquello que consideramos real verdaderamente real o es producto de las sombras del conocimiento? Recordemos que para Platón, conocer es “recordar” (reminiscencia) el mundo de las ideas, es decir, ascender hacia las ideas alejándose de las meras opiniones. De este modo, lo que ocurre dentro de la pantalla, es un simulacro de lo que ocurre fuera (que a su vez está dentro de la pantalla para nosotros). Así, el dinero de Tom no tiene valor en el mundo de Cecilia, o el champagne es gaseosa que aparenta ser champagne. Sin embargo, la paliza que le propina el marido de Cecilia a Tom Baxter es totalmente real, aunque no se despeina al recibirla.

Otra idea que conviene destacar es la de la libertad. Los personajes de película son esclavos de un guión, como los de la caverna, que no pueden salirse de lo escrito por el guionista (repárese en la idea de Dios-guionista que tanto le apasionó a Unamuno). Para Platón, sólo es libre aquel que llega al mundo de las ideas, es decir, el que rompe con el mundo de la apariencia y eso, precisamente, es lo que trata de conseguir Tom al salir de la pantalla. Así, la motivación de Tom no es otra que su atracción por Cecilia, su amor por ella (amor mitológico al estilo hollywoodiense). Sólo el amor puede guiar al protagonista en su ascensión hacia belleza, bondad y verdad.

Se podrían enumerar una infinidad de detalles que Woody Allen incluye de manera más o menos explícita en la composición de esta película, en algunas escenas y en algunos diálogos y que aquí sólo se señalan para invitar al lector a su reflexión, como por ejemplo, que el actor que interpreta a Tom Baxter, realmente no se llama como firma en las películas y que su vida es impostura para prosperar en el mundo cinematográfico; o que el refugio del huido Tom no sea otro lugar que un parque de atracciones (cerrado por temporada de invierno) y que, además, sea explorador de profesión; o que tanto el cura como el comunista del mundo de la película aparezcan con un libro en la mano. Los detalles son incontables y, como acostumbra Woody Allen, nada de lo que aparece en sus películas es causa del azar.

Con lo dicho, ¿podemos considerar a Platón como el antecedente a los hermanos Lumiere, como el verdadero inventor del cine, incluyendo la sala y el proyector?.



[1] PLATÓN, La República, Madrid, Alianza Editorial, 2006, pp. 405-407

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